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Humanismo e interpretación
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Ponencia leída en el IV Encuentro de Experiencias de Investigación en Educción, que
organizó la
A
propósito de los bajos índices de lectura que imperan en nuestro país, se ha impuesto
la idea de que se incrementarán los conocimientos y las habilidades de los
mexicanos si aumenta la cantidad de libros que leen. En contra de este lugar
común, propiciado quizás por el mercado editorial, los tecnócratas de la educación
y los mercenarios de la lectura rápida, se vuelve necesario repasar, históricamente,
los modos y métodos de lectura que se han practicado en distintas épocas. Para
entender la manera como leemos el mundo y los libros, es necesario estudiar
cómo se efectúan nuestras lecturas, condicionadas siempre por la presentación
material de los textos, por los rituales concretos y por la disposición del
espíritu con que los desciframos. Hay que saber cómo leían otros hombres para
comprender nuestra propia forma de leer el mundo y los libros.
En este sentido, el
Renacimiento ocupa un lugar crucial en la historia de la lectura. En contra de
los hábitos urdidos por los monjes escolásticos y los dogmas impuestos por los
teólogos protestantes, algunos humanistas florentinos, como Marsilio Ficino y
Pico Della Mirandola, desarrollaron distintos métodos
de interpretación, más arduos e inciertos, que les permitían a sus alumnos no
sólo descifrar los clásicos con mejores fundamentos filológicos, sino que
también los incitaba a aplicar lo leído en la vida práctica. Algunos de estos
principios, como el del «Sincretismo» o el de la «Sabiduría Perenne», son útiles
todavía para potenciar nuestras capacidades de lectura, volviéndolas un poco
más flexibles y abiertas, aunque también más frágiles y laberínticas. Sus
características específicas podrían apreciarse mejor si partimos de la
perspectiva de Umberto Eco, quien no deja de lamentar la certidumbre perdida
con el fin del Medioevo:
La Edad Media había
ido en búsqueda de la pluralidad de los sentidos ateniéndose, con todo, a una
rígida noción de texto como algo que no puede ser auto contradictorio. En cambio,
el mundo renacentista, inspirado por el hermetismo neoplatónico, intentó
definir el texto ideal, en forma de texto poético, como aquel que puede
permitir todas las interpretaciones posibles, incluso las más contradictorias.1
En ese sentido, podríamos
incluso afirmar que el paso del Mundo Antiguo al Mundo Moderno está regido por
el tránsito de una interpretación textual y literal, regida por la autoridad
divina, a una interpretación intertextual y alegórica,
regida por una autoridad humana —y por lo tanto una autoridad múltiple,
falible, interesada y subjetiva. O, parafraseando al mismo Umberto Eco, la Modernidad
implica el paso de un Mundo que sólo tiene un Dios y sólo necesita de un Libro,
a un Mundo que no cuenta con Dios y a cambio sólo cuenta con Libros.
En distinto grado, estas modificaciones
propiciaron que el antiguo saber del Copista medieval —un sabio que se limitaba a reproducir el conocimiento
preexistente— fuera sustituido por el del Autor Renacentista, Ilustrado, Moderno—un sabio que se
atrevía a decantar sobre la página sus propias opiniones aun en contra de las
opiniones autorizadas, incluyendo la Biblia. Recluido en su estudio, entre
nutridos anaqueles, pergaminos frescos o estantes giratorios, este Autor
trabajaba ante el atril o el scriptorium pensando en un Lector, silencioso y aislado, con
el cual intercambiaría argumentos sutiles y peligrosos sin nadie que los
escuchara. Así, según Paul Saenger, «la lectura visual y la composición en
privado fomentaron el pensamiento crítico individual, contribuyendo en última
instancia al desarrollo del escepticismo y la herejía intelectual»,2 además de liberar las fantasías sexuales y de promover una religiosidad laica,
que indujo incertidumbres «respecto al
valor de la fe y la devoción individuales, estimulando con ello el interés por
la reforma religiosa».3
Aunque sus efectos se
concentraron entre los círculos de eruditos y académicos profesionales, este
fenómeno alteró incluso la existencia popular y cotidiana, como lo demostró
Domenico Scandella, alias «Menocchio»:
un humilde molinero que fue procesado porque, a causa de sus libres lecturas,
promovía la tolerancia de cultos, negaba la inmortalidad del alma y creía
—casi poéticamente— que en el principio era el caos, y que el caos
se coaguló como leche, y que de ese queso brotaron gusanos, los cuales se
convirtieron en ángeles, en hombres y en el mismo Dios, «creado también él de aquella masa y al mismo tiempo».4 Analizada
por Carlo Ginzburg, en El queso y los gusanos, la suerte del humilde Menocchio nos recuerda a la de Giordano Bruno —quemado vivo poco antes que aquél,
por razones similares— y nos advierte que todo intento por renovar
nuestra actitud ante las obras, las palabras o el mundo, suele terminar en la
hoguera: la quema de herejes y la de libros son emblemas complementarios de una
misma amenaza.
Desde el siglo XV, junto con el descubrimiento
de América, el nacimiento del capitalismo o la revolución copernicana, el
Renacimiento se autodefinió como una renovación radical de los paradigmas
interpretativos impuestos por la escolástica. Mientras aglutinaban su saber en
torno a las humanitates —gramática, historia, moral, poesía y retórica—, los humanistas del
Renacimiento se jactaban de no leer a los medievales «salvo para hacer mofa de sus errores».5 Sin alejarse de
la fe cristiana, se irritaron ante los escolásticos que consideraban a los textos
clásicos como un sistema atemporal. Enarbolando la filología como espada y la
historia como escudo, los renacentistas «se dispusieron a rescatar a los
clásicos del fortificado hortus conclusus en
el que habían sido encerrados por los comentaristas medievales», para leerlos
«no como autorictates ahistóricas e intemporales adaptadas al siglo XV,
sino como personas que habían vivido en un lugar y una época determinados».6
Durante un par de decenios, en la época inmediata a la consolidación escolar de los studia humanitates y al afianzamiento de la imprenta, las nuevas exigencias de especialización se volcaron sobre todo en el comentario minucioso, punto por punto, de las piezas más difíciles y exquisitas de la tradición, de las Silvas de Estacio a los Fastos ovidianos o la Historia Natural de Plinio, a los textos erizados de alusiones y referencias que ningún «grammaticus» provinciano se atrevería a explicar.7
Pero los textos de
Petrarca no se irritan contra los escolásticos tan sólo por su torpeza
histórica y filológica, sino sobre todo porque «suscitan cuestiones inútiles y olvidan el problema más importante, el
alma humana».10 Se trataba, más bien, de que el estudio
fortaleciera el alma, el yo del
intérprete. Por eso aclaraba Poliziano que después de
haber estudiado a Cicerón no se expresaba como Cicerón, porque «no soy Cicerón y justamente por Cicerón he
aprendido a ser yo mismo».11 Y también a causa de ello,
Montaigne sólo deseaba que en sus textos «me
vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio».12 No estamos, por supuesto, ante un individualismo ramplón, sino ante el anhelo
por engarzar la existencia humana con el plan divino. Porque, como dijera
Ficino, cada hombre concreto tenía como objetivo alcanzar, durante su vida presente, «el ascenso hacia grados de verdad y del
ser cada vez más altos, que finalmente culmina en el conocimiento y visión
inmediatos de Dios».13
Aunque bien pudiera este propósito asemejarse
con los de Santo Tomás y los alquimistas —que el individuo alcance la
Verdad mediante el saber—, la originalidad de los humanistas consistió en
que fijaron este fin dentro de los límites de la existencia humana: de ahí su
fascinación por las técnicas pedagógicas, la política y las utopías. Anhelando
erigir la ciudad ideal, el humanismo siempre creyó que debía encontrar sus
herramientas y sus materiales en «las
artes del lenguaje, profundamente asimiladas merced a la frecuentación, el comentario
y la imitación de los grandes autores de Roma y Grecia».14 Y
para ello desarrollaron un método mucho menos dogmático que la escolástica y
mucho más riguroso que el de la alquimia:
Había que dividir
el texto para los alumnos en cientos de problemas menores, cada uno de los
cuales debía ser analizado independientemente.[…] El joven lector acumulaba una
gran cantidad de conocimientos históricos, mitológicos y geográficos a medida
que se abría camino a través de los textos obligatorios, a un ritmo de veinte
líneas por día. […] Aprendía a buscar alusiones, a tratar cualquier texto importante
como una cámara de resonancia en la que las palabras alteraban los subtextos que el escritor había esperado compartir con lectores
de su mismo nivel intelectual. […] Las técnicas formales concretas por medio de
las cuales aprendía el alumno a diseccionar un texto, dejando al descubierto
músculos, nervios y huesos, eran técnicas clásicas. […] La principal innovación
técnica que podemos observar se produjo cuando el estudiante pasó de analizar e
interpretar el texto a aplicarlo, es decir, a utilizarlo. […] El joven
príncipe, noble o clérigo no se adentraba en solitario en el mundo de los
clásicos, sino que algún humanista experto se los servía en bandeja,
transformando unos textos cortantes, inmanejables y a veces peligrosos en
fragmentos de información reproducibles y uniformes.15
Con sus rigores filológicos, los humanistas
buscaron en el pasado las herramientas para transformar su presente inmediato y
edificar un utópico futuro. Esta actitud caracterizó a la Escuela Platónica
Florentina, fundada por Marsilio Ficino, cuyo principio de interpretación, afín
al hermetismo alejandrino del siglo II, se caracterizaba por un espíritu de
concordia interpretativa conocido como sincretismo,
es decir, «la creencia de que todas las
escuelas y pensadores filosóficos y teológicos conocidos contenían ciertos
conocimientos verdaderos y válidos compatibles entre sí y que por tanto
merecían ser reafirmados y defendidos».17 Fue por obra de ese
espíritu sincrético —aunado al mecenazgo de Cosme de Médicis—que
Ficino tradujo los palimpsestos del Corpus Hermeticum, generando un malentendido filológico
que, como ciertos malentendidos, terminó siendo muy fructífero, pues liberó un
pensamiento que socavaría al monopolio escolástico-aristotélico del mundo
medieval.
Aún siendo inauténtica la
atribución original, lo cierto es que los textos apócrifos de Hermes Trimegisto, al evocar «una
ciencia antigua y secreta de los hebreos, la cábala», generaron entre los
humanistas florentinos la creencia de que existía, desde la Antigüedad, «una prisca sapientia de espíritu
totalmente cristiano».18 Un alumno de Ficino, Pico della Mirandola, desarrolló a
fondo este sincretismo, al educir la existencia de una «religión natural»
basada en las enseñanzas de Hermes y Zoroastro, en la lógica y poética de
Aristóteles, en la «armonía básica entre
platonismo y cristianismo»19 y, notoriamente, en la cábala judía
que inspiró su concepción de los tres mundos: elemental, celestial y angélico. Muerto a los treinta y un
años, Pico no alcanzó a conformar un sistema único y coherente, pero su ejemplo
inspiró a los estudiosos, como Mircea Eliade, que desde el siglo XX hicieron de
la tolerancia religiosa y filosófica un axioma y una herramienta para
comprender al hombre en relación con sus mitos y rituales, desde sus semejanzas,
pero también desde sus divergencias.
Sin embargo, detrás de su
feliz aportación a la filología, esta hermenéutica humanista pronto enseñó
también sus peligros. Influenciados por el reverdecido soplo de Hermes, los
humanistas supusieron que entre las Obras y el Mundo había una intrincada red
de signaturas, enlazadas por la convenientia, la aemulatio, la analogia y la sympathia, generando una red aún más intrincada entre el microcosmos
y el macrocosmos y la Cábala y la Biblia y las plantas y las estrellas y Platón
y Ovidio y los símbolos y los animales y Platón y Moisés y los elementos y los
planetas y el Mercurio y el Azufre y los textos y los demás etcéteras.
Esta sabiduría de las
«cuatro similitudes», que Michel Foucault satirizó en Las palabras y las cosas, fue «la
que guió la exégesis y la interpretación de los textos; la que organizó el
juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e
invisibles, dirigió el arte de representarlas»,20 y muy pronto
devino un «saber arenoso» donde cada signo se explicaba por su analogía con
otro signo, de tal modo que «debe
recorrerse el mundo entero para que la menor de las analogías quede justificada
al fin como cierta. Es un saber que podrá, que deberá proceder por acumulación
infinita de confirmaciones que se llaman unas a otras».21
Así pues, saber
consiste en referir el lenguaje al lenguaje; en restituir la gran planicie
uniforme de las palabras y de las cosas. Hacer hablar a todo. Es decir, hacer
nacer por encima de todas las marcas el discurso segundo del comentario. Lo
propio del saber no es ver ni demostrar, sino interpretar. Comentarios de la
Escritura, comentarios de los antiguos, comentarios de lo que relatan los
viajeros, comentarios de leyendas y de fábulas: a ninguno de estos discursos se
pide interpretar su derecho a enunciar una verdad; lo único que se requiere de
él es la posibilidad de hablar sobre él. El lenguaje lleva en sí mismo su
principio interior de proliferación.22
Alentado, de acuerdo con
Foucault, por «la imprenta, la llegada a
Europa de manuscritos orientales, la aparición de una literatura que ya no se
hacía para la voz o para la representación, ni estaba bajo su dominio»,23 el humanismo no demolió el sistema de auctoritates escolástico, sino que lo sustituyó por uno más
amplio, más universal… y más laberíntico. Contra este sistema —que
necesitaba recopilar, no la verdad, sino «todo
lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado por la naturaleza o
por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o los poetas»—24 pronto Descartes dirigirá sus armas y argumentos en su célebre Discurso del método. Pero todavía antes
de esta revuelta cartesiana en contra de la erudición, existió otro hombre,
semejante a «aquellos magníficos pecadores
del Infierno dantesco, demoníaco en
su orgullo tenaz, satisfecho de sí mismo e insolentemente audaz»,25 que se aburrió de estudiar philosopiam, medicinam, mathematicam, astrologiam, musicam, jura civilia et canonica, et caetera, et caetera, sin más
provecho que el vano prestigio. Ese hombre, mitad histórico, mitad mítico,
respondía al nombre de Georg (o Johannes) Faust.
«He llegado
tan lejos con mi erudición», reconoce ese primer Fausto desde el teatro de
marionetas donde era representado, «que
casi debo avergonzarme ante mí mismo. Por eso he decidido firmemente investigar
la nigromancia».26 Ni ese tedio ni esa tentación eran ajenos a
los renacentistas. Ya Michael Maier había expresado, al final de su vida, que «no encontró ni a Mercurio ni al Ave Fénix,
sino tan sólo una pluma de esta última»;27 o sea que luego de tanta búsqueda, obtuvo tan sólo la pluma del Ave Fénix: aquella que cuando menos lo consagró como un grafómano escritor. Atosigado por un tedio similar, Marsilio Ficino encaró la tentación de la nigromancia —la urgencia por usar la magia «como
investigación natural de las causas ocultas del cosmos»—28 desafiando con ello la censura eclesiástica. Como
heredero desencantado del humanismo, Fausto se rebela contra el tedio de Maier
y, a semejanza de Ficino busca la alianza con la faceta más peligrosa de Hermes
—su encarnación mefistofélica— para ejercer así el poder de su
libertad terrena.
En ese sentido, pero no sólo en ése, Fausto y
su tedio son producto y reflejo de su época: el otoño de una época y su
desencanto. En su libro El otoño del
Renacimiento, William J. Bowsma documenta cómo el
primer Renacimiento había previsto «el advenimiento de una nueva edad de oro
favorecida por los nuevos conocimientos» y las nuevas libertades. Pero como
los años no cumplieron la promesa, el optimismo se fue desvaneciendo, y «muchos europeos se sentían cada vez más
angustiados e infelices».29 Se había expandido, claro, el
horizonte de la ciencia, y el individuo gozaba de una mayor soberanía, pero
esos conocimientos y esas libertades, aunque satisficieran por un momento las
necesidades del individuo, sobre todo las materiales, habían desgarrado el
orden existente, sin proponer a cambio uno nuevo, generando una crisis cultural
que «había precipitado a la sociedad en
una situación apurada, comparable en cierto modo con la de los Adán y Eva de
Milton después de la caída, que terminó con su expulsión al reino de la
historia».30
No deja de intrigar el
hecho de que, al entrar en crisis el optimismo renacentista y su utópica erudición, adviniera en su relevo el optimismo fáustico y su esperanza en que la satisfacción terrenal de sus deseos corporales lo conduciría hacia la plenitud de su ser. En ese
sentido, bastaría demostrar que el optimismo fáustico ha entrado en crisis para
demostrar la necesidad del ricorso: el necesario retorno a cierta forma de filología
humanística… pero ese sería, en todo caso, un buen asunto para otra ponencia.
NOTAS
1. Eco,
Umberto, Los límites de la interpretación,
Lumen, Barcelona 2ª edición 1998, p. 30.
2. Saenger,
Paul, «La lectura en los últimos siglos de la Edad Media», en Cavallo, Guiglielmo y Chartier, Roger, Historia de la lectura en el mundo
occidental, Taurus, Madrid, 2001, p. 242.
3. Íbid,
p. 259.
4. Ginzburg, Carlo, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI,
Muchnik, Barcelona 1981, p. 103.
5. Grafton, Anthony, «El lector humanista»,
en Cavallo, Guiglielmo y Chartier,
Roger, op. cit., p. 323.
6. Íbid.
7. Rico,
Francisco, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Destino, Barcelona 2002, p. 86.
8. Kristeller,
Paul Oskar, Ocho filósofos del
renacimiento italiano, Fce,
México 1970, p. 24.
9. Ferraris,
Maurizio, Historia de la hermenéutica,
Siglo XXI, 3ª edición, México 2007, p. 29.
10. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 30.
11. Ferraris, Maurizio, op. cit., p. 31.
12. Montaigne,
Michel de, Ensayos, tomo I, Cátedra,
7ª edición, Madrid 2006, p. 39.
13. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 65.
14. Rico, Francisco, op. cit., p. 14.
15. Grafton,
Anthony, op. cit., pp 349-351.
16. Ferraris,
Maurizio, op. cit., p. 29.
17. Kristeller,
Paul Oskar, op. cit., p. 83.
18. Roob,
Alexander, El museo hermético. Alquimia
& Mística, Taschen, Colonia 2001, p. 22.
19. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 85.
20. Foucault,
Michel, Las palabras y las cosas,
Siglo xxi, , 29ª edición, México
1999, p. 26.
21. Íbid,
p. 39.
22. Íbid,
p. 48.
23. Íbid,
p. 46.
24. Íbid,
p. 47.
25. Colomer,
Eusebi, Movimientos de renovación:
Humanismo y Renacimiento, Ediciones Akal, Madrid 1997, p. 7.
26. Anónimo,
«El drama de títeres del doctor Faustus», en Ruiz
Lugo, Marcela (editora), El libro
popular del Doctor Faustus, Unam,
México 1984, p. 167
27. Jung,
Carl Gustav, Psicología y alquimia,
Grupo Editorial Tomo, México 2002, p. 496.
28. Colomer, Eusebi, op.
cit., p. 21.
29. Bowsma,
William J., El otoño del Renacimiento.
1550-1640, Crítica, Barcelona 2000, p. 155.
30. Íbid, p. 156.
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