Humanismo e interpretación

 

Gonzalo Lizardo

 

Ponencia leída en el IV Encuentro de Experiencias de Investigación en Educción, que organizó la
Maestría en Docencia y Procesos Institucionales
los días 3 y 4 de abril de 2009, en la ciudad de Zacatecas

 

 

A propósito de los bajos índices de lectura que imperan en nuestro país, se ha impuesto la idea de que se incrementarán los conocimientos y las habilidades de los mexicanos si aumenta la cantidad de libros que leen. En contra de este lugar común, propiciado quizás por el mercado editorial, los tecnócratas de la educación y los mercenarios de la lectura rápida, se vuelve necesario repasar, históricamente, los modos y métodos de lectura que se han practicado en distintas épocas. Para entender la manera como leemos el mundo y los libros, es necesario estudiar cómo se efectúan nuestras lecturas, condicionadas siempre por la presentación material de los textos, por los rituales concretos y por la disposición del espíritu con que los desciframos. Hay que saber cómo leían otros hombres para comprender nuestra propia forma de leer el mundo y los libros.

En este sentido, el Renacimiento ocupa un lugar crucial en la historia de la lectura. En contra de los hábitos urdidos por los monjes escolásticos y los dogmas impuestos por los teólogos protestantes, algunos humanistas florentinos, como Marsilio Ficino y Pico Della Mirandola, desarrollaron distintos métodos de interpretación, más arduos e inciertos, que les permitían a sus alumnos no sólo descifrar los clásicos con mejores fundamentos filológicos, sino que también los incitaba a aplicar lo leído en la vida práctica. Algunos de estos principios, como el del «Sincretismo» o el de la «Sabiduría Perenne», son útiles todavía para potenciar nuestras capacidades de lectura, volviéndolas un poco más flexibles y abiertas, aunque también más frágiles y laberínticas. Sus características específicas podrían apreciarse mejor si partimos de la perspectiva de Umberto Eco, quien no deja de lamentar la certidumbre perdida con el fin del Medioevo:

 

La Edad Media había ido en búsqueda de la pluralidad de los sentidos ateniéndose, con todo, a una rígida noción de texto como algo que no puede ser auto contradictorio. En cambio, el mundo renacentista, inspirado por el hermetismo neoplatónico, intentó definir el texto ideal, en forma de texto poético, como aquel que puede permitir todas las interpretaciones posibles, incluso las más contradictorias.1



Antes de lamentarse o celebrar por este cambio de modelo interpretativo, hay que comprender su necesidad histórica: imposible saber si el mundo cambió porque se modificaron nuestros recursos interpretativos, o si modificamos nuestra hermenéutica para ajustarla a un mundo en cambiante vértigo. Muchas, demasiadas cosas habían ya cambiado en Occidente desde que Sócrates condenara la lectura y la lectura a favor del diálogo con los hombres vivos. En cierto modo, el Renacimiento, nutrido por el recuerdo helenista, representa el triunfo del libro como emblema de saber: el libro como objeto de devoción, en un culto ejercido por eruditos que silenciosos dialogaban con sus muertos. Esta macroscópica metamorfosis, génesis del Sujeto Moderno, fue catalizada por un sin número de microscópicas mutaciones: el paso de la scriptio continua a la discontinua, del rollo al códex, de la exégesis literal a la múltiple, de los manuscritos encadenados a las bibliotecas personales, de la ortografía arbitraria a la puntuación rigurosa, de la letra romana a la gótica y a la cursiva: en resumen, el paso de la lectura oral a la silenciosa, del discurso hablado al discurso escrito.

En ese sentido, podríamos incluso afirmar que el paso del Mundo Antiguo al Mundo Moderno está regido por el tránsito de una interpretación textual y literal, regida por la autoridad divina, a una interpretación intertextual y alegórica, regida por una autoridad humana —y por lo tanto una autoridad múltiple, falible, interesada y subjetiva. O, parafraseando al mismo Umberto Eco, la Modernidad implica el paso de un Mundo que sólo tiene un Dios y sólo necesita de un Libro, a un Mundo que no cuenta con Dios y a cambio sólo cuenta con Libros.

En distinto grado, estas modificaciones propiciaron que el antiguo saber del Copista medieval —un sabio que se limitaba a reproducir el conocimiento preexistente— fuera sustituido por el del Autor Renacentista, Ilustrado, Moderno—un sabio que se atrevía a decantar sobre la página sus propias opiniones aun en contra de las opiniones autorizadas, incluyendo la Biblia. Recluido en su estudio, entre nutridos anaqueles, pergaminos frescos o estantes giratorios, este Autor trabajaba ante el atril o el scriptorium pensando en un Lector, silencioso y aislado, con el cual intercambiaría argumentos sutiles y peligrosos sin nadie que los escuchara. Así, según Paul Saenger, «la lectura visual y la composición en privado fomentaron el pensamiento crítico individual, contribuyendo en última instancia al desarrollo del escepticismo y la herejía intelectual»,2 además de liberar las fantasías sexuales y de promover una religiosidad laica, que indujo incertidumbres «respecto al valor de la fe y la devoción individuales, estimulando con ello el interés por la reforma religiosa».3

Aunque sus efectos se concentraron entre los círculos de eruditos y académicos profesionales, este fenómeno alteró incluso la existencia popular y cotidiana, como lo demostró Domenico Scandella, alias «Menocchio»: un humilde molinero que fue procesado porque, a causa de sus libres lecturas, promovía la tolerancia de cultos, negaba la inmortalidad del alma y creía —casi poéticamente— que en el principio era el caos, y que el caos se coaguló como leche, y que de ese queso brotaron gusanos, los cuales se convirtieron en ángeles, en hombres y en el mismo Dios, «creado también él de aquella masa y al mismo tiempo».4 Analizada por Carlo Ginzburg, en El queso y los gusanos, la suerte del humilde Menocchio nos recuerda a la de Giordano Bruno —quemado vivo poco antes que aquél, por razones similares— y nos advierte que todo intento por renovar nuestra actitud ante las obras, las palabras o el mundo, suele terminar en la hoguera: la quema de herejes y la de libros son emblemas complementarios de una misma amenaza.

Desde el siglo XV, junto con el descubrimiento de América, el nacimiento del capitalismo o la revolución copernicana, el Renacimiento se autodefinió como una renovación radical de los paradigmas interpretativos impuestos por la escolástica. Mientras aglutinaban su saber en torno a las humanitates —gramática, historia, moral, poesía y retórica—, los humanistas del Renacimiento se jactaban de no leer a los medievales «salvo para hacer mofa de sus errores».5 Sin alejarse de la fe cristiana, se irritaron ante los escolásticos que consideraban a los textos clásicos como un sistema atemporal. Enarbolando la filología como espada y la historia como escudo, los renacentistas «se dispusieron a rescatar a los clásicos del fortificado hortus conclusus en el que habían sido encerrados por los comentaristas medievales», para leerlos «no como autorictates ahistóricas e intemporales adaptadas al siglo XV, sino como personas que habían vivido en un lugar y una época determinados».6

 

Durante un par de decenios, en la época inmediata a la consolidación escolar de los studia humanitates y al afianzamiento de la imprenta, las nuevas exigencias de especialización se volcaron sobre todo en el comentario minucioso, punto por punto, de las piezas más difíciles y exquisitas de la tradición, de las Silvas de Estacio a los Fastos ovidianos o la Historia Natural de Plinio, a los textos erizados de alusiones y referencias que ningún «grammaticus» provinciano se atrevería a explicar.7



Por tanto, a partir de entonces, los humanistas emprenderán la formidable tarea de traducir a Platón, Aristóteles, Virgilio, Ovidio u Homero, para sustituir las traducciones y glosas medievales por los comentarios griegos, latinos o humanistas,8 y ubicar el texto en relación con los contextos del autor y del lector. «No se trataba de que en el medioevo pensadores como Abelardo, Giovanni de Salisbury o Rogerio Bacon carecieran de una larga familiaridad con los clásicos; sino que en ellos la fractura temporal y cultural con el mundo antiguo no era percibida con claridad».9 Encontrar en la sabiduría antigua la philosophia perennis que, venciendo el abismo de los siglos, saciara la ignorancia del hombre actual: he ahí la preocupación central de la hermenéutica humanista.

Pero los textos de Petrarca no se irritan contra los escolásticos tan sólo por su torpeza histórica y filológica, sino sobre todo porque «suscitan cuestiones inútiles y olvidan el problema más importante, el alma humana».10 Se trataba, más bien, de que el estudio fortaleciera el alma, el yo del intérprete. Por eso aclaraba Poliziano que después de haber estudiado a Cicerón no se expresaba como Cicerón, porque «no soy Cicerón y justamente por Cicerón he aprendido a ser yo mismo».11 Y también a causa de ello, Montaigne sólo deseaba que en sus textos «me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio».12 No estamos, por supuesto, ante un individualismo ramplón, sino ante el anhelo por engarzar la existencia humana con el plan divino. Porque, como dijera Ficino, cada hombre concreto tenía como objetivo alcanzar, durante su vida presente, «el ascenso hacia grados de verdad y del ser cada vez más altos, que finalmente culmina en el conocimiento y visión inmediatos de Dios».13

Aunque bien pudiera este propósito asemejarse con los de Santo Tomás y los alquimistas —que el individuo alcance la Verdad mediante el saber—, la originalidad de los humanistas consistió en que fijaron este fin dentro de los límites de la existencia humana: de ahí su fascinación por las técnicas pedagógicas, la política y las utopías. Anhelando erigir la ciudad ideal, el humanismo siempre creyó que debía encontrar sus herramientas y sus materiales en «las artes del lenguaje, profundamente asimiladas merced a la frecuentación, el comentario y la imitación de los grandes autores de Roma y Grecia».14 Y para ello desarrollaron un método mucho menos dogmático que la escolástica y mucho más riguroso que el de la alquimia:

 

Había que dividir el texto para los alumnos en cientos de problemas menores, cada uno de los cuales debía ser analizado independientemente.[…] El joven lector acumulaba una gran cantidad de conocimientos históricos, mitológicos y geográficos a medida que se abría camino a través de los textos obligatorios, a un ritmo de veinte líneas por día. […] Aprendía a buscar alusiones, a tratar cualquier texto importante como una cámara de resonancia en la que las palabras alteraban los subtextos que el escritor había esperado compartir con lectores de su mismo nivel intelectual. […] Las técnicas formales concretas por medio de las cuales aprendía el alumno a diseccionar un texto, dejando al descubierto músculos, nervios y huesos, eran técnicas clásicas. […] La principal innovación técnica que podemos observar se produjo cuando el estudiante pasó de analizar e interpretar el texto a aplicarlo, es decir, a utilizarlo. […] El joven príncipe, noble o clérigo no se adentraba en solitario en el mundo de los clásicos, sino que algún humanista experto se los servía en bandeja, transformando unos textos cortantes, inmanejables y a veces peligrosos en fragmentos de información reproducibles y uniformes.15


Expuesta así, la hermenéutica humanista revela su afinidad con cierta hermenéutica moderna: el análisis que relaciona las partes con el todo del texto, y viceversa; la comprensión basada en la distancia temporal y contextual entre el lector y el autor; la lectura como proceso que acrecienta la capacidad del lector para encontrar indicios, alusiones y signaturas; la exploración de los nexos intertextuales que unen a cualquier libro con los demás; la necesidad de comunicar al discípulo o al colega el resultado de cada exégesis; o la creación de una comunidad de pares que convalide o refute las hipótesis individuales. Más que una simple reforma educativa, los humanistas proponían «el resurgimiento de un ámbito comunicativo, de gestión civil de las contiendas y las deliberaciones políticas y de nuevo vínculo con la tradición, que Habermas ha reconocido como el interés específico de la hermenéutica».16

Con sus rigores filológicos, los humanistas buscaron en el pasado las herramientas para transformar su presente inmediato y edificar un utópico futuro. Esta actitud caracterizó a la Escuela Platónica Florentina, fundada por Marsilio Ficino, cuyo principio de interpretación, afín al hermetismo alejandrino del siglo II, se caracterizaba por un espíritu de concordia interpretativa conocido como sincretismo, es decir, «la creencia de que todas las escuelas y pensadores filosóficos y teológicos conocidos contenían ciertos conocimientos verdaderos y válidos compatibles entre sí y que por tanto merecían ser reafirmados y defendidos».17 Fue por obra de ese espíritu sincrético —aunado al mecenazgo de Cosme de Médicis—que Ficino tradujo los palimpsestos del Corpus Hermeticum, generando un malentendido filológico que, como ciertos malentendidos, terminó siendo muy fructífero, pues liberó un pensamiento que socavaría al monopolio escolástico-aristotélico del mundo medieval.

Aún siendo inauténtica la atribución original, lo cierto es que los textos apócrifos de Hermes Trimegisto, al evocar «una ciencia antigua y secreta de los hebreos, la cábala», generaron entre los humanistas florentinos la creencia de que existía, desde la Antigüedad, «una prisca sapientia de espíritu totalmente cristiano».18 Un alumno de Ficino, Pico della Mirandola, desarrolló a fondo este sincretismo, al educir la existencia de una «religión natural» basada en las enseñanzas de Hermes y Zoroastro, en la lógica y poética de Aristóteles, en la «armonía básica entre platonismo y cristianismo»19 y, notoriamente, en la cábala judía que inspiró su concepción de los tres mundos: elemental, celestial y angélico. Muerto a los treinta y un años, Pico no alcanzó a conformar un sistema único y coherente, pero su ejemplo inspiró a los estudiosos, como Mircea Eliade, que desde el siglo XX hicieron de la tolerancia religiosa y filosófica un axioma y una herramienta para comprender al hombre en relación con sus mitos y rituales, desde sus semejanzas, pero también desde sus divergencias.

Sin embargo, detrás de su feliz aportación a la filología, esta hermenéutica humanista pronto enseñó también sus peligros. Influenciados por el reverdecido soplo de Hermes, los humanistas supusieron que entre las Obras y el Mundo había una intrincada red de signaturas, enlazadas por la convenientia, la aemulatio, la analogia y la sympathia, generando una red aún más intrincada entre el microcosmos y el macrocosmos y la Cábala y la Biblia y las plantas y las estrellas y Platón y Ovidio y los símbolos y los animales y Platón y Moisés y los elementos y los planetas y el Mercurio y el Azufre y los textos y los demás etcéteras.

Esta sabiduría de las «cuatro similitudes», que Michel Foucault satirizó en Las palabras y las cosas, fue «la que guió la exégesis y la interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas»,20 y muy pronto devino un «saber arenoso» donde cada signo se explicaba por su analogía con otro signo, de tal modo que «debe recorrerse el mundo entero para que la menor de las analogías quede justificada al fin como cierta. Es un saber que podrá, que deberá proceder por acumulación infinita de confirmaciones que se llaman unas a otras».21

 

Así pues, saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje; en restituir la gran planicie uniforme de las palabras y de las cosas. Hacer hablar a todo. Es decir, hacer nacer por encima de todas las marcas el discurso segundo del comentario. Lo propio del saber no es ver ni demostrar, sino interpretar. Comentarios de la Escritura, comentarios de los antiguos, comentarios de lo que relatan los viajeros, comentarios de leyendas y de fábulas: a ninguno de estos discursos se pide interpretar su derecho a enunciar una verdad; lo único que se requiere de él es la posibilidad de hablar sobre él. El lenguaje lleva en sí mismo su principio interior de proliferación.22

 

Alentado, de acuerdo con Foucault, por «la imprenta, la llegada a Europa de manuscritos orientales, la aparición de una literatura que ya no se hacía para la voz o para la representación, ni estaba bajo su dominio»,23 el humanismo no demolió el sistema de auctoritates escolástico, sino que lo sustituyó por uno más amplio, más universal… y más laberíntico. Contra este sistema —que necesitaba recopilar, no la verdad, sino «todo lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado por la naturaleza o por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o los poetas»24 pronto Descartes dirigirá sus armas y argumentos en su célebre Discurso del método. Pero todavía antes de esta revuelta cartesiana en contra de la erudición, existió otro hombre, semejante a «aquellos magníficos pecadores del Infierno dantesco, demoníaco en su orgullo tenaz, satisfecho de sí mismo e insolentemente audaz»,25 que se aburrió de estudiar philosopiam, medicinam, mathematicam, astrologiam, musicam, jura civilia et canonica, et caetera, et caetera, sin más provecho que el vano prestigio. Ese hombre, mitad histórico, mitad mítico, respondía al nombre de Georg (o Johannes) Faust.

«He llegado tan lejos con mi erudición», reconoce ese primer Fausto desde el teatro de marionetas donde era representado, «que casi debo avergonzarme ante mí mismo. Por eso he decidido firmemente investigar la nigromancia».26 Ni ese tedio ni esa tentación eran ajenos a los renacentistas. Ya Michael Maier había expresado, al final de su vida, que «no encontró ni a Mercurio ni al Ave Fénix, sino tan sólo una pluma de esta última»;27 o sea que luego de tanta búsqueda, obtuvo tan sólo la pluma del Ave Fénix: aquella que cuando menos lo consagró como un grafómano escritor. Atosigado por un tedio similar, Marsilio Ficino encaró la tentación de la nigromancia —la urgencia por usar la magia «como investigación natural de las causas ocultas del cosmos»28 desafiando con ello la censura eclesiástica. Como heredero desencantado del humanismo, Fausto se rebela contra el tedio de Maier y, a semejanza de Ficino busca la alianza con la faceta más peligrosa de Hermes —su encarnación mefistofélica— para ejercer así el poder de su libertad terrena.

En ese sentido, pero no sólo en ése, Fausto y su tedio son producto y reflejo de su época: el otoño de una época y su desencanto. En su libro El otoño del Renacimiento, William J. Bowsma documenta cómo el primer Renacimiento había previsto «el advenimiento de una nueva edad de oro favorecida por los nuevos conocimientos» y las nuevas libertades. Pero como los años no cumplieron la promesa, el optimismo se fue desvaneciendo, y «muchos europeos se sentían cada vez más angustiados e infelices».29 Se había expandido, claro, el horizonte de la ciencia, y el individuo gozaba de una mayor soberanía, pero esos conocimientos y esas libertades, aunque satisficieran por un momento las necesidades del individuo, sobre todo las materiales, habían desgarrado el orden existente, sin proponer a cambio uno nuevo, generando una crisis cultural que «había precipitado a la sociedad en una situación apurada, comparable en cierto modo con la de los Adán y Eva de Milton después de la caída, que terminó con su expulsión al reino de la historia».30

No deja de intrigar el hecho de que, al entrar en crisis el optimismo renacentista y su utópica erudición, adviniera en su relevo el optimismo fáustico y su esperanza en que la satisfacción terrenal de sus deseos corporales lo conduciría hacia la plenitud de su ser. En ese sentido, bastaría demostrar que el optimismo fáustico ha entrado en crisis para demostrar la necesidad del ricorso: el necesario retorno a cierta forma de filología humanística… pero ese sería, en todo caso, un buen asunto para otra ponencia.

 

NOTAS

 

1. Eco, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, Barcelona 2ª edición 1998, p. 30.

2. Saenger, Paul, «La lectura en los últimos siglos de la Edad Media», en Cavallo, Guiglielmo y Chartier, Roger, Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, Madrid, 2001, p. 242.

3. Íbid, p. 259.

4. Ginzburg, Carlo, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Muchnik, Barcelona 1981, p. 103.

5. Grafton, Anthony, «El lector humanista», en Cavallo, Guiglielmo y Chartier, Roger, op. cit., p. 323.

6. Íbid.

7. Rico, Francisco, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Destino, Barcelona 2002, p. 86.

8. Kristeller, Paul Oskar, Ocho filósofos del renacimiento italiano, Fce, México 1970, p. 24.

9. Ferraris, Maurizio, Historia de la hermenéutica, Siglo XXI, 3ª edición, México 2007, p. 29.

10. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 30.

11. Ferraris, Maurizio, op. cit., p. 31.

12. Montaigne, Michel de, Ensayos, tomo I, Cátedra, 7ª edición, Madrid 2006, p. 39.

13. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 65.

14. Rico, Francisco, op. cit., p. 14.

15. Grafton, Anthony, op. cit., pp 349-351.

16. Ferraris, Maurizio, op. cit., p. 29.

17. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 83.

18. Roob, Alexander, El museo hermético. Alquimia & Mística, Taschen, Colonia 2001, p. 22.

19. Kristeller, Paul Oskar, op. cit., p. 85.

20. Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, Siglo xxi, , 29ª edición, México 1999, p. 26.

21. Íbid, p. 39.

22. Íbid, p. 48.

23. Íbid, p. 46.

24. Íbid, p. 47.

25. Colomer, Eusebi, Movimientos de renovación: Humanismo y Renacimiento, Ediciones Akal, Madrid 1997, p. 7.

26. Anónimo, «El drama de títeres del doctor Faustus», en Ruiz Lugo, Marcela (editora), El libro popular del Doctor Faustus, Unam, México 1984, p. 167

27. Jung, Carl Gustav, Psicología y alquimia, Grupo Editorial Tomo, México 2002, p. 496.

28. Colomer, Eusebi, op. cit., p. 21.

29. Bowsma, William J., El otoño del Renacimiento. 1550-1640, Crítica, Barcelona 2000, p. 155.

30. Íbid, p. 156.


 

 

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